Silencio
- Gabriela Rae
- 11 dic 2019
- 2 Min. de lectura

El sonido de los vidrios rotos la despertó. Abrió los ojos de par en par y luchó con la obscuridad de la madrugada, queriendo localizar la fuente de tan temible estruendo. La única ventana de su cuarto había sido forzada, el cristal estaba hecho añicos y desperdigado por toda la alfombra. Suplicó para sus adentros que todo aquello fuera parte de un sueño. No sería la primera vez que soñara con un hombre allanando su casa, su cuerpo, su vida.
Y entonces lo vio: ahí estaba, parado, disfrutando del anonimato que le concedían las horas más próximas al alba, disfrutando del temor que su sola silueta suscitaba. Toda la sangre se le heló. Lo que tantas noches la había aterrado no era un sueño en esta ocasión.
El hombre se encontraba en el centro de la habitación. No hacía otra cosa más que permanecer erguido, inmóvil. Inmóvil también se sintió ella, casi inerte.
El sujeto avanzó lentamente, se llevó la mano izquierda hacia la boca exigiendo silencio, mientras que la derecha la restregó obscenamente en su entrepierna. En ese momento no le quedó ninguna duda, vivía su peor pesadilla y estaba por suceder lo peor…
Quiso gritar “¡mamá!”
Nada. Ningún sonido salió de su boca.
Quiso gritar “¡auxilio!”
De nuevo nada.
“¡Ayuda!”
En la estancia prevaleció el silencio.
El hombre siguió avanzando hasta el borde de la cama, al mismo tiempo que desabrochaba su cinturón. Se sentó en la cama y ella sintió cómo el colchón y su alma entera se hundían por el peso del horror. Si no podía gritar, al menos se movería, por más paralizada que se sintiera. Huiría de ahí. Lucharía con todas sus fuerzas. Haría algo. ¡Algo tendría que poder hacer!
Y algo hizo: despertó.
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