Historia sobre una antigua aversión y reciente reconciliación con el aguacate
- Gabriela Rae
- 25 mar 2020
- 3 Min. de lectura

Sí, sí, la aversión al aguacate existe. Sí, sí, personas como yo existimos en el mundo. Si de por sí tengo un talento colosal siendo melindrosa con mis gustos alimentarios, mi antigua aversión al aguacate fue, durante gran parte de mi existencia, la cereza de este pastel llamado quisquillosidad, porque ¿cómo es posible que a una mexicana no le guste el aguacate ni el guacamole?
Quienes me conocen bien, bien conocen la siguiente historia:
Érase una vez una Gaby con cinco años de edad, recién llegada de la ciudad de las tortas-ahogadas a la ciudad de Chabelo-y-el-Papalote-Museo-del-Niño, que durante la tarde de algún día entre semana -digamos un miércoles- se dispuso a comer unas rebanadas de aguacate. Y comió, y acto seguido, vomitó.
Y tan-tan, ese es el origen de mi antigua aversión al aguacate. Nunca sabré -porque no lo recuerdo- si aquel aguacate que probé por primera vez en el verano u otoño de 1997, estaba en mal estado; y si no lo estaba, cuáles fueron las peculiares circunstancias que desencadenaron que mi inocente organismo volviera el estómago.
Lo que sí sé es que de 28 años que he vivido, más de 27 transcurrieron sin comer aguacate: los primeros cinco simplemente por no haberlo probado aún, y los otros 22 por arraigarse en mí un asco descomunal a toda forma existente del llamado oro verde.
Quienes me conocen bien, bien saben también que nunca escatimé en manifestar mi desagrado por el aguacate. Lo peor que podían hacerme cuando pedía una torta/tostada/sándwich/hamburguesa/ensalada/sopa/etcétera, era que olvidaran -o decidieran ignorar deliberadamente, porque vaya que lo hacían- mi suplicante solicitud “sin aguacate, por favor”, y que contaminaran así mi ya-no-tan-apetitosa comida, ya que aunque después intentara quitarlo minuciosamente, su inherente capacidad de embarrarse dificultaba poder librarme de tan asqueroso ingrediente por completo.
Pero habiéndome planteado ya la muy lejana y muy pequeña posibilidad -pero posibilidad al fin y al cabo- de algún día volver a probar el aguacate -y de probarme a mí misma, plantándole cara a uno de mis mayores fantasmas en la vida-, el 25 de abril de 2019 ocurrió el milagro: la Gaby de 27 años, teniendo poco tiempo de haber regresado a la ciudad de las tortas-ahogadas, le dio una segunda oportunidad al aguacate y lo comió después de vivir 22 años detestándolo.
Aquella tarde vi cómo Mane comía embelesada -como siempre- una galleta de maíz horneado con finas rebanadas de aguacate en su mero punto, salpicadas con pocas pero suficientes gotas de limón; y dos minutos después ahí estaba yo, aquel jueves de abril, pidiéndole que me prepara una tostada igual -he de decir que el hecho de que el aguacate estuviera en su punto fue crucial para que decidiera probarlo justo en ese instante, algo me decía que ese bonito color amarillo verdoso no me fallaría esta vez. Ella y mi mamá, casi al unísono, respondieron a mi petición con un “¡¿qué?!”… Sí, así yo también hubiera reaccionado si alguien me hubiera dicho, años atrás, que algún día probaría el aguacate.
Una vez preparada, con el horror y asco de siempre sostuve la tostada en una mano, mientras que con la otra tomé mi vaso con agua, listo para salvarme del mal trago -o mejor dicho, del mal bocado.
“3, 2, 1… ¡pum!”
Lo hecho, hecho está. Muerdo la tostada… Saboreo y palpo su sabor...
Lo hecho, hecho está.
No sólo probé el aguacate sin vomitar. Probé el aguacate y… ¡no me desagradó! Me sorprendió lo nada horripilante que resultó tenerlo en mi boca, me sorprendió su sabor avellanado. Nunca lo hubiera imaginado. Sí, sí, admito que ahora no sólo no me desagrada el aguacate, sino que me gusta. Aunque seguiré siendo una mexicana que no come guacamole, que porque machacar aguacate y ponerle limón no es hacer guacamole, dicen.
Sin embargo, he de admitir que lo más difícil después de haberlo probado, es dejar de asociar la imagen que tantos años me dio asco -como cuando se embarra en un cubierto/mano/alimento, o cuando una vez abierto se pone negro, o incluso cuando lo machaco para preparar mi no-guacamole, de su sabor nada asqueroso; ahí la llevo. De hecho, ahora que como aguacate es como si continuamente lo volviera a probar por primera vez: siempre me sorprende su sabor, creo que cada que lo como, sin proponérmelo, practico un poco de mindful eating. Lo saboreo, lo observo, desmenuzo sus matices. Lo redescubro y disfruto, después de haberme privado tantos años de su sabor y goce.
Quienes me conocen bien, bien reconocen que este acontecimiento no fue poca cosa. No. Fue y será un parteaguas en mi vida, porque si logré comer aguacate -y que me gustara- puedo lograr todo, TODO, en esta vida.
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