De la comprensión del graffiti y su transgresora presencia
- Escritura de Miércoles
- 21 ago 2019
- 4 Min. de lectura
Mira los graffitis, no son señal de que ahí es donde ocurre el crimen,
el graffiti provoca la mejor impresión de que nadie controla el sistema.
Bomb it
Forma parte del paisaje de la ciudad al grado que a veces puede llegar a ser invisible a la mirada apresurada del transeúnte: el graffiti aparece en casi cualquier superficie urbana, ya sea la cortina de un local, el cristal de la sucursal de un banco, un auto abandonado o simplemente un muro vacío. Lo cierto es que, aunque la mirada trate de ignorarlo -ya sea por costumbre o por comodidad- el graffiti lleva mucho tiempo en la ciudad, es parte de ella, lo cual sigue causando mucho ruido para quienes lo encuentran incómodo, ilegal, feo, vandálico o demasiado transgresor.
El que sus trazos no sean del todo legibles para su ciudad no significa que el graffiti no tenga su propia comunicación, y aunque son sus miembros los que interpretan y se rigen por los códigos que esconde, cualquiera que lo mira se vuelve también su interlocutor -como cuando alguien escucha inevitablemente una plática a la que nadie lo llamó-, ya que como toda expresión que invade el espacio público, no sólo le pertenece al crew o escritor que lo plasma, ni al inquilino “afectado” que ve su muro rayado tras esa manita de gato que acababa de darle a su fachada, ni al resto de los grafiteros que califican la osadía y talento de sus iguales, sino a su sociedad entera, la cual, aun sin comprenderlo, se atreve a hacer juicios sobre éste, negándose a comprender el pensamiento que está detrás de ese “daño” a propiedad privada, del “afeamiento” de tal o cual barda, o de ese “desperdicio” de juventud.

No se puede negar el lugar del graffiti en la ciudad, aunque su presencia no sea la misma en todas partes de ella, y es que la forma de vida tampoco lo es; la visibilidad del graffiti puede dar cuenta de quién está habitando ese lugar, porque más que un trazo en la pared, es un estilo de vida, uno de quien parece necesitar salir de la casa, de la escuela, de los centros comerciales, del trabajo, y estar en la calle, expresarse en ella; que parece no estar de acuerdo con el paisaje impuesto y por lo tanto necesita apropiarse de él, y no necesita hacerlo por medio de permisos, gestiones o imágenes bonitas.
Y es que ser agradable a la vista no es algo que lo caracteriza; cuando se deja de lado la prisa y se pone atención, sus expresiones más bien son feas, parecen no ir con el resto de la vista, como que desencajan, transgrediendo al mostrar algo que es mejor ignorar; por lo tanto, además de tags, el graffiti grita visibilidad, y ahí radica su estética, no de aquella que se encuentra en museos y galerías, sino de la que permite sentir que hay algo más que la expresión gráfica, que el rayón, que la bomba: alguien que con aerosol y rebeldía se adueña del espacio que ya no vuelve a ser el mismo, que hace que estar ahí se sienta diferente, -y puede que no se alcance a notar exactamente por qué es-, alterando no sólo la homogeneidad de los muros, sino de lo que siente pasar por ahí, como si la presencia de quienes pintan los graffitis nunca abandonara realmente el lugar conquistado.
Así, aunque las paredes de escuelas, edificios gubernamentales y otros espacios serios, pidan con respeto que no se anuncie en ellas, el graffiti no se detiene, y reta aquella petición con uno o más trazos, dejando claro cómo va a ser el diálogo. Sin embargo -aunque así parezca- el asunto no es personal, no es hacia el director de la escuela, el jefe de la oficina o el dueño del local, sino que va dirigido a la opresión que sus edificios representan: la de aquella sociedad que insiste en hacer de cuenta que no existen sólo porque eso le resulta más cómodo.
Se podría esperar que llegue el día en que la sociedad -aunque si en más de 30 años no ha pasado, queda no ilusionarse mucho con que esto alguna vez ocurra- en vez de sólo sentenciar al graffiti diciéndole lo feo que es, se empiece a preguntar el porqué de su fealdad; o que en vez de regañarlo por sus actos desobedientes y provocadores, comprenda que éstos han de tener sus razones, o que cuando camine y pase por una barda que parece campo de batalla por tanto tag y bomba que se amontonan entre sí, no la mire tan desdeñosamente, y se permita por un momento, imaginar y sentir lo que los jóvenes grafiteros sienten cuando su placa es la que está más arriba, mejor contorneada o más visible que otras. Si la sociedad se permitiera a sí misma conocer y comprender en lugar de juzgar y desdeñar, quizá le disgustaría tantito menos la presencia de esta rebelde expresión, y hasta podría disfrutar de encontrar la misma bomba que está por sus rumbos del otro lado de la ciudad.

Se debe a su estética poco comprendida, a su transgresión, a su rebeldía y al hecho de que poco le importa seguir reglas o consejos, que el graffiti es la expresión urbana que mayor estigma y criminalización tiene, no sólo por parte del Estado, sino por la sociedad en general; pertenecer a él significa para algunos ser un criminal, sin reflexionar un poco más y darse cuenta que el arma que portan es sólo pintura. Tal vez este pensamiento se debe a la transgresión que significa ocupar un espacio que se supone sólo debe ser regulado por quien tiene los recursos para hacerlo, o tal vez se debe al hecho de que estar afuera, en crew, sin hacer otra cosa que rayar, signifique que no se está aportando nada a un sistema capitalista que todo lo valora en términos de ganancias monetarias, o simplemente sea el hecho de ser joven y tener una facha que no combina con la seriedad del resto de la sociedad. Por lo tanto, criminalizar a quien graffitea es criminalizar su hambre de reconocimiento, sus ganas de ser visto, su valía para trepar edificios, puentes peatonales o espectaculares con tal de alcanzar la cima más alta, en espera de lograr captar la mirada de su ciudad y gritar su indignación, y aunque su forma de hacerlo no sea la más bonita, ni la más deseable, puede que sus condiciones de vida en esta sociedad tampoco lo sean.
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