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  • Foto del escritor: Gabriela Rae
    Gabriela Rae
  • 20 feb 2020
  • 3 Min. de lectura

 Vida No. 28. Por Gabriela Rae (2020)
Vida No. 28. Por Gabriela Rae (2020)

Diecinueve de febrero de mil novecientos noventa y dos: fecha imprescindible de mi vida. Me encanta celebrar mi cumpleaños; incluso desde el primero, sin saberlo, comenzó mi ritual anual. Cada año, las ansias se incrementan el diecinueve de enero, momento en el que permito que mis pensamientos se vuelvan planes, lugares, personas, ambientes, a manera de cuenta regresiva. Propósitos también, puesto que me resulta imposible no concebir un cumpleaños como un cierre y un principio de ciclo: después de tantos años de no saber el porqué de tanto frenesí alrededor de una fecha, veintiséis años después lo comprendo: cada año aparece un portal a otra vida a mi entera disposición; se abre una puerta a 365 –y pocas veces a 366– días de renovación, de limpieza profunda.


Lo interesante de todo esto no es sólo lo que se abre, sino todo lo que se cierra, todo lo que se deja; y no sólo del año más reciente, ya que pareciera que todos los años que le anteceden se le suman y entonces una no avanza a partir del último, sino de todos los cumpleaños –valga la redundancia– cumplidos, juntos y al mismo tiempo. Tal vez por eso a muchas personas no les gusta cumplir años, o más bien celebrar al respecto, porque no sólo ganamos arrugas o canas, o perdemos minutos de vida, o recibimos regalos: con cada cumpleaños nos enfrentamos a todo lo que hemos hecho y a lo que no.


A manera de ejemplo, con los años que acabo de cumplir me enfrento a una joven adulta que no vive en armonía con su cuerpo, que no lo ha sabido escuchar pero que desea con todas sus fuerzas aprender a cuidarlo. Me enfrento también a mucho deseo por crear y a poco tiempo para dejar fluir tanto potencial de creación; o con la constante de que mi esfuerzo, sin importar el ámbito, se ve siempre reconocido. A lo largo de mi -ya no tan corta- vida, he recibido tanto, de manera espiritual y material, en forma de personas, de amor, de oportunidades, de maravillas naturales y culturales, que sólo se me ocurre que se debe a lo mucho que yo también le he dado a la vida, a las mías y no tan míos. En fin, mis veintiséis años ya cumplidos representan dos décadas, un lustro y un año de promesas y retos que ilusamente deseo cumplir antes de conmemorar otro Día del Ejército Mexicano. Pienso en la niña que un día fui, festejando por séptima vez su día favorito en un salón de fiestas infantiles, disfrazada de una princesa asiática y guerrera; o en la adolescente que festejó sus quince primaveras jugando boliche, y en la joven adulta de ahora que celebró cenando camarones empanizados con coco, acompañada por dos de las mujeres más importantes de su vida, y deseo no perder nunca la bella ilusión de un cumpleaños, porque la fecha en sí misma es un regalo, un año más de vida, un año más para recordar nuestras memorias, vivir nuestras vivencias y para soñar lo inalcanzable que siempre puede alcanzarse, pero siempre pensando como fecha límite el próximo cumpleaños, porque así, de a poquito, la vida sabe y se degusta mejor.


Dicen por ahí que “vida solo hay una”, pero en realidad, la vida que se vive puede ser muchas vidas: una por cada decisión que se toma, muchas veces para cambiarla y vivirla mejor. Para mí, que en cada uno de mis cumpleaños me aferro a una decisión, deseando que me acompañe en el ciclo que comienza, cada diecinueve de febrero no cumplo un año, sino toda una vida.




(Texto escrito el 19 de febrero de 2018)


 
 
 

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