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Carta a mi Chiquis

  • Foto del escritor: Gabriela Rae
    Gabriela Rae
  • 31 may 2019
  • 11 Min. de lectura

Guadalajara, Jal. a 31 de mayo de 2019


¡Ay, mi Chiquis!


Te nos fuiste, te nos fuiste un 16 de mayo, te nos fuiste una tarde de un jueves, te nos fuiste dos semanas antes de tu cumpleaños número 17. Te nos fuiste. Y nosotras nos quedamos, aquí, en la casa que habitabas, nos quedamos con tu ausencia, con tanto recuerdo, con tanto amor. Con harta tristeza, ni cómo negarlo.


¿Dónde andarás, mi Chiquis? ¿Qué tanto andarás haciendo? ¿Descansas, ya? Nosotras aquí andamos, tristes, sí, pero ya más tranquilas. Extrañándote, pensándote, sintiéndote. Amándote. Mamá hasta siente que te ha visto caminar y aullar por la casa, ¿tú crees?


Es curioso, pero estos últimos días he recordado cosas que habían sucedido hace mucho, mucho tiempo. Cosas que ahí estaban, aguardando el momento de ser recuperadas por la nostalgia. ¿Tú te acuerdas de todas tus vagancias? ¡Cuánto viviste, mi Chiquis! ¿Recuerdas a tus padres? ¡Ay, la Brandy, tan bella cocker que fue! ¡Y ese Winnie! Tan gruñón siempre, demasiado para ser un french poodle. ¡Hace tanto que se nos fueron! Los quise mucho. Pero a ti mi Chiquis, a ti, querida hermana, a ti te amo y amaré con toda mi alma.


Hermanas, eso fuimos. Ni más, ni menos. Nunca fui tu madre. ¿Cómo serlo, si llegaste a mi vida cuando tenía 10 años? Mamá siempre fue mamá. Me dolería pensar que la quisiste más a ella que a mí, así que prefiero creer que sólo me amaste diferente. Y es que así somos los humanos, ¿sabes? Muchas veces concebimos el amor como algo cuantificable, como algo uniforme. Tú bien sabes que el amor no funciona así. Sólo se siente. Se da y se recibe. Se ama y punto. Y siempre diferente.


Lo bello de lo diferente es su carácter único. Lo diferente muchas veces se vuelve extraordinario. Fuiste un perro diferente, ¿sabes? Pa’ empezar nunca diste besos. Nada. Ni un solo lengüetazo nos diste. Nunca sabré por qué. Pero esa característica, lejos de ser considerada una imperfección, se hizo tan tuya, te hizo tan única, entre muchas cosas más. Déjame corregir entonces mi frase: Mi querida Chiquis, fuiste ex-tra-or-di-na-ria. O como dice mamá: “Como Chiquis no hay dos”. Y sí, como Chiquis, sólo Chiquis. Mi Chiquis.


Decía yo que si recordabas tus vagancias. ¿Y bien? Nosotras aquí hemos andado enumerándolas. ¿Cómo olvidar la vez que mamá trajo bocadillos que sobraron de una fiesta, y que cuando regresamos a casa después de haber salido brevemente, encontramos que te los habías comido casi todos? ¡Cuántas veces te subiste a la mesa! Si dejábamos una silla separada de la mesa, la usabas de escaloncito, condenada. No sé cómo te impulsabas para seguir saltando cuando empezamos a dejar las sillas bien pegaditas a la mesa. Eras toda una atleta, mi Chiquis. ¿Era tu rutina, verdad? Nosotras salíamos a estudiar y a trabajar, y tú, en cuanto veías que la puerta se cerraba, te trepabas a la mesa. Te llegamos a cachar, ¿te acuerdas? Cuando inmediatamente de cerrar, volvíamos a entrar por algo que habíamos olvidado. Y ahí estabas tú, cual larga que eras, trepadota en la mesa. Te llegamos a encontrar con el hocico metido en el bote de la crema entera, o en el de la crema de maní. ¡Ay, Chiquis!


¿O cómo olvidar cuando te comiste el lápiz labial de mamá, y te pintaste todo el hocico de rojo carmín? ¿O cuando te tragaste las crayolas e hiciste popó de colores? ¿O cuando comiste un montón de cacahuates y tu popó se garapiñó? Y cuando no comías, despedazabas cosas y decorabas el piso gris del departamento. Como las muchas veces que teñiste de blanco la alfombra con el rollo de papel higiénico o cuando decidiste que la tierra que estaba guardada en la cocina luciría mejor esparcida por toda la casa.


¿Qué tantas travesuras habrán hecho tus hermanos? ¡Si tú eras la cachorrita más tranquila de toda la camada! Te mirábamos y mirábamos la inocencia pura. Tan chiquita, tan blanquita, tan tranquilita. Creo que lo primero que rompiste fue tu camita y la transportadora en la que viajaste desde nuestra tierra tapatía hasta Chilangolandia, hasta casa. Luego encontraste mis Barbies y bien que jugaste con ellas, si es que jugar es sinónimo de mordisquear. Barbies en mi cuarto y zapatos en el cuarto de mamá. Ni el teléfono de la sala se salvó. ¿Te digo una cosa? En el momento en el que ocurrían las travesuras hasta nos enojábamos contigo. Pero con el tiempo, y más ahora que no estás, cada travesura que rememoramos nos acaricia el alma.


¿Qué más? ¿Qué más?


¿Te acuerdas de tus juguetes? En primer lugar estaba La Cuerda, de esas que tienen un nudito en cada extremo, pero que al final terminó siendo una simple cuerda, sin nudos que estorbaran. Te encantaba. Y a mí me encantaba que me la trajeras, ya sea para que jugáramos a ver quién era más fuerte y quién era la debilucha que la soltaba, o que te la lanzara y me la trajeras de vuelta. Perdóname por tanta finta que te hacía, pero era tan divertido ver cómo salías corriendo por La Cuerda, mientras yo escondía ésta detrás de mi espalda.


Es imposible recordar esos tiempos sin suspirar, mi Chiquis.


También estaban las botellas. Cualquier botella de PET. ¡Cuánta felicidad te daban! O una de dos, luchabas y luchabas y no parabas hasta conseguir quitarle la tapa a mordiscos o te la robaba y lanzaba cual Cuerda, o nos echábamos un partidito de futbol, ¡bien que interceptabas el “balón”! Por último, están los juguetes que te doné. ¿O me los robaste? Una Nala, una Minnie Mouse y un Pato Donald. A Minnie la dejaste sin nariz. ¡Oh, sí! Ahora lo recuerdo. Esos no fueron los únicos peluches que pasaron por tus colmillos y garritas. Fueron más. No recuerdo sus figuras pero sí la desfiguración que sufrían: te encantaban sus ojos y narices, pero lejos de sus rostros.


Y bueno, también nos divertíamos sin objetos. Jugábamos a las peleas, ¿te acuerdas? Te molestaba hasta que le entraras al juego e intentaras lanzarme mordiditas. Nunca me mordiste realmente. Sólo de mentirita. No duraban mucho las peleas. Te alocabas. Te alocabas y decidías ladrarme y salir corriendo. Echabas una buena carrera, de mi cama al piso, de mi cuarto a la sala, y venías de regreso, de la sala al cuarto, brincabas a la cama y ladrabas de nuevo. ¡Cómo nos divertíamos! ¡Cómo me encantaba cucarte! Como cuando gateaba o simplemente caminaba, sigilosamente, cual depredador acechando a su presa. Tú eras mi presa, y no tardaba mucho en convertirme yo también en la tuya. Mis articulaciones se movían len-ta-men-te. Y poco a poco, empezabas a gruñirme. Me acercaba más y más a ti, y ¡pum! Me llenabas de ladridos. También te cucaba cuando estabas acostada. Ya fuera en la superficie de la cama o del sillón, o por debajo de las cobijas, mi mano se movía des-pa-ci-to hasta llegar a tu pata más cercana. Observabas todo el recorrido de mi mano y en cualquier momento hacías un rápido movimiento para detener a tu atacante.


Son tantas cosas que rememorar, que ya sólo enumeraré unas cuantas. Inolvidables son tus paliacates, tus suéteres -el rojo, el gris y el de estampado de perros que te compró mamá eh, ni creas que yo lo escogí; las veces que ladrabas incansablemente al escuchar el interfón; la vez que le robaste a la señora Lucy su torta, igual que todas las veces que nos abrías los cierres de las bosas y mochilas y te comías las golosinas y/o la comida que encontrabas; cuando escondías tu comida en los sillones, cual reserva secreta de víveres -aunque fuera secreta sólo para ti, porque nosotras bien que te veíamos hacerla; los cantos de “¡Doña Blanca, Doña Blanca!” que agudamente entonaba Gloria cuando limpiaba el edificio; las veces que te comías tus lagañas, siempre con el mismo procedimiento: pasar tu pata por los recovecos donde las tuvieras y después lamer dicha pata; las tantas noches que esperabas con impaciencia tu comida, sentadita cerca de la cocina; el hecho de que nunca quisieras comer croquetas -hasta llegada tu vejez- y que comieras pechuga deshebrada o carne molida; el sonido de tu plato al encontrarse con el piso y cómo te devorabas la comida en un par de segundos; las noches de pizza cuando morías porque te diera todas mis orillas -y que siempre te daba, si no todas, sí bastantitas; las miles de veces que te parabas en dos patas y te apoyabas con las patas delanteras en mi regazo, o en el de mamá, o en el de cualquier persona que nos acompañara a comer, pidiendo desesperadamente que te compartiéramos de nuestro bocado o las varias veces que no lo pedías sino que lo robabas en el trayecto del plato a la boca -mi boca.


Están también las veces que rascaste tanto en los sillones que los tuvimos que volver a tapizar; las incontables veces que sacaste los papeles del bote de basura, en tu afán de encontrar y rescatar alguna envoltura con restos de comida; o los paseos en coche, aquellos en los que no te estabas en paz y que caminabas de un lado para el otro, en el asiento trasero, con la lengua de fuera. Parece que fue ayer, cuando sacabas tu cabeza por la ventana y disfrutabas del aire que te acariciaba. Y las veces que mamá se bajaba del coche, o que entraba a una tienda, ¿recuerdas cómo te ponías? Chillabas y chillabas, esperando que regresara. O esos primeros años cuando recibías a mamá saltando y saltando de gusto. Creo que ni una sola vez me recibiste a mí así. Cuando mamá llegaba de trabajar, reconocías el sonido del coche -¿o la olías a ella?- y te dirigías inmediatamente al balcón, a verla, a esperarla. El coche entraba a la cochera y echabas carrera a la puerta de la entrada, pa’ recibirla. ¡Qué tiempos, mi Chiquis!


También estuvieron los viajes en carretera que hicimos a Guadalajara, donde ya viajaste acostada; está la vez que dormimos en el cuarto de tu abuela de Guadalajara y que no sé cómo fregados fuiste a dar a su tina, sin poderte salir; o las veces que te hacía parar en dos patas y dar vueltas -y que a veces hasta dabas brinquitos. Cuando hacías del baño, terminabas rascando la alfombra, cual perro que hace lo mismo en el césped; es curioso que lo dejaras de hacer cuando te sobró pasto.


¿Recuerdas las veces que subíamos a la azotea para sentir el aire y [re]descubrir el terreno?; o las veces que paseamos, por nuestras calles, por el Centro de Tlalpan -lugar donde te espantaban los globeros, ¿te acuerdas?- o hacia nuestros helados. Hablando de sustos, casi olvido cómo te asustaba el sonido de la aspiradora y que barriéramos. ¡Ah, y el Frankenstein! ¿Lo recuerdas? El peluche decía algo así como: “Uuuh, uuuuuh, Halloween is…bla bla”, ¡cómo te espantaba! O el día que descubrimos que quizá hay mensajes subliminales en la canción Ameno de Era, ya que sonaban las dos primeras estrofas e inmediatamente te incorporabas hacia el lugar dónde provenía el sonido, y mientras la peculiar voz cantaba algo así como “ameno, omenare imperavi, ameno”, movías y movías tu cabeza de un lado al otro y hasta chillabas. ¿Qué tanto escuchabas, mi Chiquis? No te juzgo, así es la música, no sabemos qué tanto esconden las canciones que escuchamos.

Regresando al tema de la paseadera, cuando salíamos a caminar, la gente te chuleaba mucho, muchísimo. No faltaba quién detuviera su paso para saludarte -pa’ colmo tuyo- y decir frases como: “¡Qué bonita!, ¡Qué bonito! -siempre había quién pensara que eras macho-, “¡Pero qué blanca es! ¿qué raza es?” Hablando de lo que te decía la gente, ¿recuerdas cómo te decía tu abuela de Guadalajara? Por un lado estaba su tierna tonadita: “¡chichona, chichona, chichoncita!”, y por otro su más brusco y juguetón: “¡te voy a pegar con la chancla!”.


Tantos recuerdos de antaño. De épocas que no volverán más. Cómo esos tiempos donde me metía a bañar, abrías la puerta, te trepabas a la tapa del escusado y te acostabas enroscada, y sin saberlo -¿o sabiéndolo?- me hacías compañía a la hora de la ducha; verte acurrucada ahí hacía vibrar mi corazón. Gracias mi Chiquis.


¿Recuerdas los días que Mane vivió con nosotras? Nunca olvidaremos la vez que ella salió al baño y que tú aprovechaste para entrar al cuarto y acostarte un rato conmigo, ocupando su lugar, obviamente. Eras muy larga, Chiquis, una lo notaba más cuando te acostabas. Así que vaya sorpresa que se llevó Mane cuando aun soñolienta regresó a la cama y te vio cínicamente dormida en su lugar. Menos olvidaremos cómo levantaste ligeramente tu cabeza para mirarla, con esa mirada tan tuya, con esa mirada que decía “ni creas que me voy a mover”, y cómo no moviste ni un solo pelo. Yo amaba que hicieras eso, que me fueras a visitar, que pasaras tiempo conmigo, que desearas acostarte a mi lado. ¿Recuerdas también cuando Mane abría el balcón para fumar? Era su momento juntas, ella fumaba y tú admirabas el paisaje, oliendo, viendo pasar a la gente, sintiendo el aire fresco. ¡Oh, tu balcón! ¡Cuántas veces una estuvo abajo, fuera del edificio, y te vio ahí, asomadita en el balcón!


El tiempo pasó y yo me fui de la casa…y cada vez fueron menos las veces que estuvimos juntas. Nunca sabrás cuánto me dolió, cuánto te extrañé en vida. Y aun así, siempre supe que no sería lo mismo el día que partieras de este mundo, que ese día deveras te iba a extrañar. Y así fue, así es.


Disfruté tanto ir a la casa de visita, y verte. Estar, estar contigo. Sólo estar. Nunca me fui realmente, mi Chiquis. Siempre te pensaba. ¡Hasta te lloraba! Y más cuándo tu vejez se hacía más evidente, ya que aunque tu blanco pelaje ocultaba tus canas, tu andar te delataba, las cataratas de tus ojos te delataban. Poco a poco dejaste de ladrar…¿Cuándo habrá sido la última vez que ladraste? Pa’ que veas esa es una de las cosas que desconozco, no lo recuerdo. Así es la vida, mi Chiquis, vivimos nuestro día a día y no sabemos que quizá estamos vivenciando por última vez, un suceso aparentemente ordinario. Tu último ladrido, la última vez que corriste por tu cuerda, la última vez que me esperaste durante la ducha…¡Cuántas últimas veces! Cuando uno vive la muerte de cerca suele pensar en las últimas veces. Pero, ¿qué hay de todas esas primeras veces? O mejor aún, ¿de Todas-Las-Veces, de todos los presentes que se disfrutaron? Se vivieron, hubo vida antes de la muerte. Eso es lo bello que nos queda.


Y sí, es inevitable que sea fresco el recuerdo de tus últimos días, de la última época, aquella que viviste en La casa azul. Al principio hasta parecía que habías rejuvenecido un poco, ¡caminabas tanto! -claro, menos sobre el césped del patio, que era tu baño. ¡Tu rincón, mi Chiquis! Ahí sigue, siempre será tu rincón, aquél que elegiste para dormir. No detallaré mucho los últimos días, ya tú sabes cómo fueron. Quizá otro día, pero no por el momento. Si algo quería, hoy en lo que hubiera sido tu cumpleaños 17, era recordar aquello en lo que no pensaba desde hace mucho, aquello que habíamos vivido años atrás. Nuestros mejores años juntas, por así decirlo. Y no es que estos últimos meses no hayan sido buenos, lo sabes, pero, será que son los más cercanos al momento en el que te fuiste que, deseo aferrarme a nuestros más bellos momentos, aquellos que vivimos sin saber que eran Nuestros-Más-Bellos-Momentos. Porque los mejores momentos no son los que se viven cuando se sabe que se acerca el final, sino aquellos que se vivían en la cotidianidad más tranquila y ordinaria, aquellos que tienen la forma de los miércoles.


¡Son tantos nuestros recuerdos, mi Chiquis! Cada día que paso sin ti, busco más y más dentro de mi memoria. Quisiera recordarlo todo, pero sé que es imposible, y quizá hasta innecesario. Lo que mejor recuerdo ha de ser lo que mejor viví a tu lado. Eso por un lado. Y por otro, sé que vivimos muchísimas cosas bellas, que si bien no las recuerdo todas, cada una de ellas las viví en cuerpo y alma. Vivimos gran parte de nuestra cotidianidad juntas; un poco durante mi niñez, mucho durante mi juventud y bastante durante mi adultez. Y eso, mi querida Chiquis, siempre lo atesoraré.


Soy tan afortunada de haberte tenido, de haber sentido tu amor y de seguirlo sintiendo ahora que no estás, en cuerpo. Porque en espíritu siempre estarás, cobijando mi alma, alegrando mis días con tu recuerdo, haciendo vibrar mi corazón. Siempre te amaré, mi Chiquis. Siempre te llevaré conmigo. Siempre. Hasta siempre, mi Chiquis.


Siempre tuya,

Gaby



Chiquis. Por Gabriela RA.E. (2018)

 
 
 

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